Me voy a la salita a merendar y encuentro a mi abuela viendo los toros. Yo me quedo boquiabierto ante el espectáculo. Qué arte. Qué maestría.
El torero juega con el toro a su antojo. La bestia intenta cornearle en vano. El picador ya ha debido hacer su faena porque el lomo del vacuno brilla con la oscura sangre que chorrea.
Hace acto de presencia el banderillero. Con qué elegancia y arrojo destroza el lomo del animal. Ooolééééé. El público se levanta y aplaude. La bestia mira en derredor, aturdida por el ruido y por la vida que va perdiendo en forma de litros de líquido rojo.
Vuelve el maestro. Capote va y capote viene. El público vuelve a corear: ooolééééé. La bestia muge, casi gime. Ve su propia sangre formando charcos en la arena. Pero ahí viene de nuevo el valiente torero a deleitarnos. Oooléééééé.
Se acerca el final. La espada enfila hacia la víctima y se lanza. Suspiro contenido del respetable y el hierro queda a medio clavar. Los capotes vuelan y giran llamando al toro con la intención de que sus movimientos y el estoque provoquen heridas internas que terminen con la agonía. Los espectadores no hacen ruído. Sólo miran. Miran hipnotizados, esperando el momento de éxtasis en que la bestia muera. Cuando ocurre, todos gritan, aplauden y sacuden blancas telas en el aire. El triunfal diestro se infla como un pavo y saluda a su gente.
El comentarista comenta: lástima que con el empeño que le ha puesto el toro no haya muerto antes.
El torero torea: me lo ha puesto difícil, se defendía y al final no quería morir.
Yo, Dem, te nombro Gran Hijo de Puta del día.
jueves, septiembre 23, 2004
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